Ingo NIEBEL
Colonia

Las mujeres violadas, víctimas olvidadas de la Segunda Guerra Mundial

Casi todas las víctimas de la dictadura nazi y de la guerra tienen un monumento en Alemania, salvo las mujeres violadas. La historiadora Miriam Gebhardt ha estudiado, desde la perspectiva histórica y el punto de vista feminista, este capítulo silenciado del pasado para entender el presente y evitar atrocidades similares.

Que en una guerra se cometan violaciones parece ser algo tan «normal» que no es motivo para salir a la calle, porque «siempre» ha sido así. Las noticias de Boko Haram en Nigeria y del Estado Islámico en Siria e Irak así lo confirman. Pero la historiadora alemana Miriam Gebhardt no quiso conformarse con la anormal normalidad con la que se tratan estos crímenes y decidió estudiar las violaciones sufridas por mujeres alemanas al final de la Segunda Guerra Mundial y en los primeros años de la posguerra. Los resultados de su investigación están en el libro “Als die Soldaten kamen” (Cuando vinieron los soldados), de reciente publicación en Alemania.

No pudo elegir un tema más tabú y políticamente contaminado. La memoria colectiva alemana relaciona este tipo de crimen casi exclusivamente con el Ejército Rojo e incluso la historiografía reduce a casos aislados las violaciones en el oeste alemán.

Hasta ahora, se estimaba que soldados soviéticos habrían violado a entre uno y dos millones de mujeres al entrar en territorio alemán en 1944/45. Según los cálculos «conservadores» de Gebhardt, al menos 860.000 mujeres habrían sido violadas. Dos tercios, por militares soviéticos; pero 190.000 por las tropas de EEUU, 50.000 por las francesas y 30.000 por las británicas.

Estos crímenes, constató Gebhardt, no cesaron con el fin de las hostilidades, sino que siguieron muchos años más, aunque con menor intensidad. Los violadores asaltaban a mujeres desprotegidas en plena huida y también asaltaban caseríos bávaros para cometer esos delitos sin que los padres, hermanos e hijos presentes pudieran evitarlos.

Como denominador común, ningún alto mando ordenaba las violaciones, pero existía una propaganda que creaba un clima propicio a este tipo de violencia. En el caso de la URSS, fue el mensaje de llegar a la cuna de la bestia, Berlín, para terminar una guerra que llevó al país y a su sociedad al borde del exterminio. Gebhardt reconstruye la deshumanización de militares soviéticos y su imagen de la mujer alemana a través de sus cartas. Respecto a EEUU, recuerda que Washington motivaba a sus soldados con que la guerra en Europa iba a ser como «una conquista erótica» del Viejo Continente. De hecho, sus militares cometieron violaciones también en Gran Bretaña y el Estado francés tras el desembarco de Normandía. Algo parecido ocurrió en el este de Europa cuando el Ejército Rojo liberó del yugo nazi a los estados ocupados. Incluso presas liberadas de los campos de concentración o trabajadoras forzosas fueron violadas.

La consideración de la violación como una amenaza para la disciplina militar fue otro denominador común. En la memoria colectiva alemana existen historias de oficiales soviéticos que mataron con sus manos a soldados violadores. Aunque en los casos contra militares de EEUU en Alemania la mayoría de violadores eran blancos, en los proce- sos militares estadounidenses y franceses fueron castigados sobre todo soldados afroamericanos o coloniales. Gebhardt recuerda que Justicia castrense era muy racista.

Para la mayoría de las víctimas después llegó la humillación burocrática, política, social y moral y su silencio.

Superada la ocupación, la República Federal de Alemania empezó a registrar las violaciones cometidas, pero no para hacer justicia sino para saldar cuentas: con sus nuevos aliados occidentales por los «daños materiales de ocupación» y con la URSS, para paliar los crímenes del nazismo. En República Democrática Alemana el tema fue silenciado para no culpar al «amigo» soviético.

Tampoco el movimiento feminista del siglo XX afrontó este debate por razones políticas e ideológicas.

En la RFA, el primer Gobierno de Konrad Adenauer quiso restablecer la imagen católica y burguesa de la familia, ofreciendo una ayuda económica por hijos de violaciones. Pero para acceder a ella, la madre debía presentar pruebas y testigos de que «realmente opuso resistencia». Un cheque mensual para tapar un drama humano.

En este pacto de silencio intervino también a la Iglesia católica redactando informes sobre mujeres violadas por soldados estadounidenses en Baviera. Para ser reconocida como víctima, la mujer debía ser joven, virgen, del pueblo y de familia respetada. El resto lo tenía difícil.

En ambos casos, religiosos y funcionarios decidían en base al prejuicio de que «la culpa de una violación es de la mujer». Por eso, pero no solo, las víctimas optaron por callar a ambos lados del telón de acero.

En los documentos consultados, Gebhardt ha hallado también un tema doblemente tabú: la violación de niños y varones. Solo menciona un caso, por falta de información.

Parece que Alemania ha evolucionado políticamente y ya se puede hablar de víctimas alemanas sin ser tachado de «revisionista».

En su libro, Gebhardt no solo mira atrás, sino que hace también de bisagra entre esta generación de víctimas y sus descendientes, que han recibido como peculiar herencia el trauma silenciado de sus padres y abuelos. Recuerda la autora que bastantes mujeres lo viven aún en silencio, siendo las víctimas olvidadas de una guerra cuyas consecuencias siguen sufriendo.